cimientos firmes. Paradójicamente, el incaísmo se preocupó de los indios del pasado, mas no de los indios
del presente.
Finalmente, el indigenismo, definido por Wolkowicz como “un movimiento de crítica social con un énfasis
en la cuestión del rol del indio en las naciones-estados modernas” (Wolkowicz 2022, 23) tuvo en Perú un
impacto muy importante. Mirko Lauer ha diferenciado dos tipos diferentes de indigenismo en el Perú: el
llamado indigenismo sociopolítico en el cual la acepción de indígena es una “metonimia de campesino” y el
indigenismo cultural que emplea al indígena como “metonimia de lo autóctono”, es decir como
constructor de una conciencia de lo peruano (Lauer 1997, 13). Se diferencia del incaísmo en que en su
aplicación en el teatro musical no sitúa tramas en escenarios históricos, romantizados o idealizados, sino
que aborda temas de denuncia sobre la situación del indígena en la sociedad o desarrolla a través de
estrategias de distanciamiento narrativo problemáticas modernas o vigentes referidas al indio. Esta
corriente tuvo tempranos ejemplos en la zarzuela ¡Pobre indio! también con libreto de Juan Cossío y Juan
Vicente Camacho y música de Carlos Enrique Pasta (Cossío y Camacho 1868) estrenada en marzo de 1868
en Lima entre otras, pero fue en 1913 en que se estrenó el ejemplo más famoso de esta perspectiva: la
zarzuela El Cóndor pasa…, con música de Daniel Alomía Robles y libreto de Julio Baudoin (Raygada 1956,
28). El indigenismo lírico fue mucho más escaso que el incaísmo, pero a semejanza de este último empleó
géneros, melodías y elementos sonoros que “citan” músicas indígenas. Como lo señala Wolkowicz, “los
compositores no estaban interesados en producir versiones informadas y precisas de la música del pasado
sino adoptar cualquier método que sonara nativo o autóctono, para crear un arte que fuera ‘nacional’ en
sonido pero ‘universal’ en espíritu” (Wolkowicz 2022, 36) y por ello los géneros musicales empleados en
obras incaístas e indigenistas suenan muy semejantes entre sí, con el uso de canciones como el yaraví y
danzas como el huayno y la cashua, todas de raigambre andina. Estos fragmentos expresan un
denominador común: la escala pentáfona como símbolo de lo andino tanto del pasado como del presente.
Así, mientras el incaísmo se perfilaba como construcción propagandística de una nación que recuperaba un
‘pasado glorioso común’ reconstruido gracias al poder de las artes, el indigenismo se convertía en un
vehículo de reivindicación social del sujeto andino y estaba más dotado de agencia política que su pariente
incaísta, pero se escuchaba muy semejante en lo musical.
Ahora bien, tampoco los indigenismos o incaísmos fueron unívocos o uniformes en todo el país. De hecho,
se dieron movimientos locales hasta cierto punto contradictorios entre sí. Mientras la ciudad del Cusco fue
el epicentro de un movimiento de recuperación de lo autóctono, que inicia a finales del siglo XIX ––en
parte debido a su situación como antigua capital del Incario––, y que se expresa en el teatro y la música
nacionalista de corte indigenista con las obras de los primeros recopiladores e investigadores como Calixto
Pacheco, José Castro y Leandro Alviña–, otras ciudades como Puno, en la zona fronteriza con Bolivia,
iniciaron movimientos artísticos que buscaron defender una identidad local distinta de la cusqueña.
Precisamente en el caso de Puno, los descubrimientos de la civilización Tiahuanaco en los alrededores del
lago Titicaca, contiguo a la ciudad y en los cercanos territorios bolivianos, despertó entre los habitantes del
Altiplano la consciencia de un legado más antiguo e igual de monumental que el incaico, lo que llevó a la
recopilación y empleo de músicas no cusqueñas pero consideradas igualmente valiosas para propuestas
escénicas menos convencionales y mejor documentadas.
Precisamente estas construcciones paralelas, periféricas y a veces invisibilizadas por las tendencias oficiales
son el centro de interés de este trabajo. En el caso de los incaísmos historicistas vinculados a mostrar un