Diversas investigaciones coinciden en que la motivación y el uso estratégico del estudio se potencian
mutuamente, generando un ciclo de aprendizaje activo y autorregulado (McPherson y Zimmerman 2011;
Hallam 2016). Cuando el estudiante percibe que sus decisiones tienen impacto, que puede organizar, ajustar
y evaluar su práctica, aumenta su percepción de competencia y se fortalece su implicación en la tarea. Esta
retroalimentación positiva no solo mejora el rendimiento, sino que transforma la actitud del alumno hacia
el estudio: deja de concebirlo como obligación y comienza a vivirlo como un espacio personal de búsqueda
y con significado, con sentido (Tripiana 2016). La estrategia, entonces, deja de ser una rutina para convertirse
en una forma de habitar la práctica con conciencia, propósito y criterio. Esta manera de estudiar,
autorregulada y reflexiva, genera una motivación más profunda y sostenible: el interés por comprender,
descubrir y mejorar, no desde la imposición, sino desde el deseo genuino de dominio.
Se ha demostrado que la motivación tiene una incidencia crucial en el aprendizaje, y se ha subrayado la
necesaria interrelación que existe entre lo cognitivo y lo motivacional (Pintrich, 2000); así, la motivación
representa el motor indiscutible del aprendizaje.
El pensamiento estratégico, además, no surge de forma espontánea. Requiere ser modelado, acompañado
y valorado desde las primeras etapas de la formación musical. Sin embargo, como advierten Duarte-Duarte
et al. (2024), este trabajo suele centrarse en la educación superior, olvidando que las bases de una práctica
consciente deben construirse desde edades tempranas. En este contexto, la motivación y las creencias
desarrolladas en los primeros años de la educación musical son cruciales. Galera-Núñez y Carmona-
Rodríguez (2021) destacan cómo las motivaciones, creencias y refuerzos musicales en casa juegan un papel
fundamental en el establecimiento de una relación positiva con la práctica musical desde sus primeras
etapas. En su estudio, argumentan que los hábitos y creencias formados durante la infancia influyen
directamente en las decisiones que los estudiantes toman respecto a cómo y por qué practicar. Estas
motivaciones iniciales no solo afectan la actitud frente al estudio, sino que también tienen un impacto
duradero en su capacidad para adoptar enfoques de aprendizaje más estratégicos y autorregulados a medida
que avanzan en su formación musical. El apoyo emocional y la creación de un entorno de refuerzo positivo,
ya sea en casa o en el aula, sientan las bases para que los estudiantes internalicen la importancia de
reflexionar sobre su propio proceso y se conviertan en aprendices más autónomos y motivados. Según Lamas
(2008), cuando un estudiante está motivado intrínsecamente, tiende a implicarse con mayor intensidad en
la tarea, realizando un esfuerzo mental significativo. Esta disposición lo lleva a comprometerse con procesos
cognitivos más complejos y elaborados, así como a utilizar estrategias de aprendizaje más eficaces y
profundas.
Cuando el estudiante aprende a planificar su estudio, a observar con detalle sus procesos y a reflexionar
sobre sus avances, no solo estudia mejor, sino que se siente más dueño de su aprendizaje. Esto refuerza su
motivación intrínseca y genera un compromiso más sostenido en el tiempo (Hattie y Clarke 2019). La
investigación ha demostrado que quienes practican con conciencia, más que con mera repetición,
desarrollan una relación más rica con el instrumento y una mayor capacidad para afrontar los desafíos
técnicos y expresivos (Lisboa et al. 2018). En esta línea, diversos estudios han evidenciado que el aprendizaje
y el logro académico aumentan en función de cómo los estudiantes gestionan una mayor cantidad y calidad
de estrategias de aprendizaje, y se muestran de manera autorregulada (De la Fuente 2004).
Para alcanzar este tipo de práctica significativa resulta esencial el pensamiento estratégico. En lugar de
responder de forma reactiva a los retos interpretativos, el estudiante necesita adoptar una actitud proactiva,